domingo, 25 de diciembre de 2011

Principio de publicidad y fundamentación de las resoluciones judiciales

Estimados: junto con desearles a todos ustedes una muy Feliz Navidad, reactivo el Blog con la transcripción de una breve ponencia que tuve oportunidad de presentar en el Congreso sobre la Judicatura, organizado por el Centro de Alumnos de la Escuela de Derecho de la PUCV.
Un abrazo y espero sus comentarios.
Oscar.

Principio de publicidad y fundamentación de las resoluciones judiciales.

            Quiero comenzar agradeciendo la invitación que se me ha hecho por parte de la comisión organizadora de este Congreso, en especial a Sebastián Chandía y María Soledad Pardo, a quienes, además, tuve el privilegio de tenerlos como alunos.
            Cuando se me indicó el ámbito dentro del que debía enmarcarse el tema de mi exposición, de inmediato pensé en uno que, quizás por mi faceta de litigante, siempre me ha inquietado profundamente, y que dice relación con la fundamentación de las resoluciones judiciales. Siempre en mis clases, cuando me toca abordar este tema, les digo a mis alumnos que algo que nunca deben tolerar, ni aun frente al temor reverencial que puede imponer la figura del juez, es una resolución inmotivada.
            Al momento de abordar la jurisdicción como uno de los grandes temas del derecho procesal, uno de los ligámenes que pueden construirse a partir del mismo, y que normalmente no es suficientemente subrayado, es el que existe entre el principio de publicidad (consagrado en el art. 9 del COT) y la fundamentación de las resoluciones judiciales.
La publicidad, como principio organizativo de la judicatura, por cierto que no tiene su génesis en nuestro ordenamiento. Por el contrario, el mismo ha sido receptor de una tradición que se extiende, al menos, desde el siglo XII, en el seno del derecho canónico, especialmente en ciertas decretales papales y comentarios de decretalistas, que comenzaron a cuestionarse acerca de la necesidad de expresar la causa de la decisión adoptada por el juez, aunque sin avanzar demasiado en ello, agotándose en una simple insinuación.
En todo caso, siguiendo a Accatino, en esta época todavía permanecía abierto un espacio para la fundamentación de la quaestio iuris. La respuesta que los juristas dieron a la pregunta por su necesidad jurídica fue, sin embargo, a contar del siglo XII y hasta el final del Antiguo Régimen, predominantemente negativa. Formada a partir de los comentarios de los canonistas a los decretos relativos al procedimiento romano-canónico reunidos por el Papa Gregorio IX bajo el título De sententia et re iudicata, la communis opinio consideraba que la motivación de las sentencias no resultaba ni generalmente obligatoria ni excluida por el ius commune, pero advertía al juez la conveniencia del silencio, atendiendo al riesgo que suponía la expresión de las causas de la decisión para la autoridad de la sentencia, que quedaba entonces expuesta a la impugnación por fundarse en causa falsa o errónea. En otros términos, la sentencia gozaba de una praesumptio iuris de validez, derivada de la auctoritas iudiciaria (Accatino Scagliotti, Daniela, La fundamentación de las sentencias: ¿un rasgo distintivo de la judicatura moderna?, en Revista de Derecho de la Universidad Austral de Chile, v.15, n.2, Valdivia, 2003, pp. 13 – 14).
            El escenario cambió importantemente con la Ilustración. La publicidad de las actuaciones judiciales se erigió como uno de los principios fundamentales de la judicatura, aunque no necesariamente vinculado con la fundamentación de las sentencias, sino con la aplicación estricta de la ley, cuya publicidad era pregonada. De esta forma, en esta época no podemos, todavía, enlazar publicidad con fundamentación en un camino totalmente llano.
La definitiva consagración de la fundamentación de las sentencias como principio organizativo de la judicatura se gestó durante la Revolución Francesa. Su utilidad como mecanismo de control jerárquico de la legalidad era indudable, además de ser expresión del ideario democrático revolucionario, ligado a su turno con la idea roussouniana de la ley como expresión de la voluntad general. En este contexto, el enlace sí se observa claramente, ya que la publicidad exigía que ella estuviera vinculada por el contenido de la ley y que su aplicación estuviera expuesta al conocimiento y control de la misma opinión pública. Se transita, entonces, desde la sentencia del súbdito a la sentencia del ciudadano (Accatino Scagliotti, Daniela, op. cit., p. 32).
Para entender la relevancia del principio de publicidad a partir de la Revolución, resulta ilustrativo un pasaje de un texto de la primera mitad del siglo XIX, cuya autoría no corresponde a un procesalista  y que dice lo siguiente:
            “El mayor número de los que descuidan hasta la moralidad de sus acciones, aman su reputación, y temen la opinión general y las miradas de sus conciudadanos. Si el juez está sin cesar en presencia del público, si ve los ojos de toda la nación fijos en su conducta, si con anticipación sabe que cada una de sus acciones puede citarse al tremendo e incorruptible tribunal de la opinión general, si no puede disimular sus pasos con el misterio que encubre ordinariamente todos los vicios y defectos, si debe dar cuenta por medio de sus propias acciones del modo con que desempeña sus funciones, hay que temer algunos abusos menos de su autoridad, que cuando encerrado en su despacho lanza sus decisiones como otros tantos oráculos que asombran e imperan la obediencia más de lo que pueden convencer o inducir a la sumisión “ (Macarel, Louis Antoine, Curso de Derecho Público General, París, 1835,  pp. 174 – 175)).
            Un poco más adelante, Andrés Bello se refirió varias veces al punto. Uno de sus más célebres pasajes, contenido en un artículo llamado Administración de Justicia, reza:
 “A la verdad, si la sentencia no es otra cosa que la decisión de una contienda sostenida con razones por una y otra parte, esa decisión debe ser también racional, y no puede serlo sin tener fundamentos en qué apoyarse; si los tiene, ellos deben aparecer, así como aparecen los que las partes han aducido en el juicio, que, siendo público, nada debe tener de reservado y con toda diligencia ha de procurar alejarse de cuanto parezca misterioso. (...) Admitir sentencias no fundadas equivale en nuestro concepto a privar a los litigantes de la más preciosa garantía que pueden tener para sujetarse a las decisiones judiciales” (Bello, Andrés, Administración de justicia, en El mismo,  Obras completas, tomo IX, Santiago, 1885, p. 152).
            Con lo hasta ahora dicho, no cabe duda que la motivación de las sentencias judiciales es un triunfo de la legitimación democrática del Poder Judicial, luego de haber vivido períodos en los cuales dicha actividad estaba vedada para el juez; como ocurrió, sin ir más lejos, con Carlos III, quien prohibió en 1768 a los jueces y a la audiencia de Mallorca la motivación de las sentencias.
En definitiva, tratándose de uno de los ejercicios intelectualmente más exigentes y racionales que pueden existir, la jurisdicción impone la necesidad de exponer, tanto a los directamente involucrados en el proceso como también a todo justiciable, todas las razones que llevan al juez a tomar una decisión.
Entre nosotros, las resoluciones judiciales, como expresión de la voluntad del juez, deben ser desembocaduras de un razonamiento explicitado y verificable. A ello alude el art. 170 del Código de Procedimiento Civil, especialmente en su número 4, que consagra, quizás no de la manera más pulcra, la necesidad de fundamentar los fallos a partir de la exigencia de plantear las consideraciones de hecho y de derecho que sostienen lo decidido. Por cierto, la exigencia de motivación se extiende también a las interlocutorias y a los autos, aunque solo en la medida que la naturaleza del asunto lo permita.
El avance es sustancial en el PCPC[1], ya que el proyectado art. 189, intitulado Fundamentación de las resoluciones, señala, en los mismos términos que el art. 36 del CPP, que:Será obligación del tribunal fundamentar todas las resoluciones que dictare en conformidad a lo establecido en la ley, con excepción de aquellas que se pronunciaren sobre cuestiones de mero trámite.
La fundamentación expresará sucintamente, pero con precisión, los motivos de hecho y de derecho en que se basaren las decisiones tomadas. La simple relación de los documentos del procedimiento o la mención de los medios de prueba o solicitudes de los intervinientes no sustituirá en caso alguno la fundamentación”.
Respecto del CPP, en la tramitación del proyecto respectivo se planteó lo siguiente: “…el proyecto intenta, mediante este principio, evitar la habitual práctica de fundamentar las resoluciones judiciales sólo en términos formales, lo que produce, por una parte, un alto grado de insatisfacción en la ciudadanía al no cumplir con el efecto socializador propio de las sentencias judiciales y, por otra, impide a las partes comprender la razón de lo decidido[2].
Esto es lo que el proceso penal ya ofrece, y lo que el proceso civil, el último eslabón en la cadena de reformas procesales (y el más importante por lo demás), promete. Ambas manifestaciones se vinculan, en último término, con el principio de publicidad, consagrado en el art. 9 del COT y 8 de la CPR.
Ahora bien, la juventud del derecho procesal como rama de estudio autónoma hizo que, antaño, la preocupación de la fundamentación fuese únicamente exigible respecto de la sentencia definitiva. No existía mayor conciencia acerca de una noción tan asentada en la doctrina actual como es la de debido proceso, ni menos de las implicancias que de los principios de dicha noción emanan, así como de su proyección en el decurso del proceso. En otros términos, y salvo elementos fundamentales como el derecho a ser oído, la configuración precisa de los procedimientos y de la fundamentación de las resoluciones dictadas antes de la sentencia, quedó al margen de la extrema atención prestada a la fundamentación de este producto final. Por tanto, escasa ha sido la reflexión en torno a la implicancia del concepto de justo y racional procedimiento en el íter procesal considerado en sí mismo.
En particular, quiero detenerme en lo que dice relación con lo que se planteó en la tramitación del proyecto del CPP. Se hizo alusión a una “habitual práctica de fundamentar las resoluciones judiciales en términos formales”. Esa frase, para todos los que tenemos alguna experiencia en litigación, nos hace bastante sentido, sobre todo al relacionarla con expresiones como “autos”, “atendido el mérito de autos, ha lugar (o no ha lugar)”, y varias más; todas ellas muy familiares y que conforman, hoy, un verdadero dialecto dentro del especial mundo que se denomina Foro.
En efecto, se trata de locuciones con las que permanentemente los litigantes convivimos, aunque con un serio problema: en muchas ocasiones disfrazan una carencia dramática de fundamentación o, simplemente, la omiten por completo. Ejemplo de lo primero es, precisamente, la expresión “Atendido el mérito de autos”, y es que vale la pena preguntarnos ¿qué es el mérito de autos? La verdad, se trata de una frase vacía o, lo que es lo mismo, de contenido insondable.
Uno no podría inquietarse ni mucho menos escandalizarse si estas expresiones se agotaran únicamente en los decretos, ya que la mecanización del entorno en que estos se generan hace innecesaria y sobreabundante cualquier fundamentación. Sin embargo, la misma experiencia muestra que la falta de motivación se extiende mucho más allá, viéndose aquejado el sistema de resoluciones de una supresión endémica de fundamentos concretos.
Por todo lo anterior, el acento de esta exposición quiero situarlo no tanto en la sentencia definitiva, que ha sido objeto de mayor atención en la doctrina. Más bien quiero centrarme en las resoluciones más expuestas a la carencia de fundamentación, y que son todas las que se dictan a lo largo del íter procesal, antes del producto final.
¿Qué factores intervienen en este verdadero problema? Una rápida reflexión arroja las siguientes hipótesis:
1-    Se trata de un problema generado y permitido por el sistema de escrituración. Como contrapartida, es efectivo que la publicidad, propia de los sistemas en que prima la oralidad y la dictación de resoluciones en audiencias, intensifica los esfuerzos del tribunal por dotar de fundamento a sus resoluciones.

2-    En segundo lugar, estimo que tiene un rol influyente la carencia de medios de impugnación por vía de reforma, dando paso a un serio problema, sobre todo cuando se trata de resoluciones cuya relevancia no puede equipararse a la de la sentencia definitiva o ciertas interlocutorias y que, consecuentemente, están sujetos a un régimen de recursos limitados, normalmente, a la reposición. En el panorama actual del proceso civil, los autos se encuentran, generalmente, en esta hipótesis, salvo cuando opere lo dispuesto en el art. 188  del CPC.
Por lo demás, el régimen de recursos proyectado en el PCPC es todavía más restringido. Así las cosas, mucho de lo que sucede al interior del proceso queda excluido del real escrutinio público, al menos por vía de generación de jurisprudencia, debido a la carencia de recursos o medios de impugnación.
Entonces, parece ser que la consagración de un deber de fundamentación puede dar lugar a su infracción, y la misma debería, de cara a su eficacia, tener contemplada una sanción. En efecto, está demostrado que la carencia de control es caldo de cultivo de la arbitrariedad.

3-    Pero, incluso contando con un sistema recursivo, en muchas ocasiones el tribunal superior hace suyo el pensamiento del inferior, omitiendo hacerse cargo de argumentos nuevos planteados en el recurso, aunque sea con el objeto de desecharlos justificadamente.

4-    Siempre en el ámbito de los vicios propios de un sistema escriturado, se encuentra la carencia de control en la actividad desplegada por el “funcionario resolutor”, irregularidad forzada por diversos factores, entre los que destaca la sobrecarga de trabajo de los tribunales; y que implica la participación en la redacción de resoluciones judiciales de personas que, normalmente, carecen de formación jurídica avanzada. Esta realidad, lamentablemente, se traduce en que gran parte del devenir del procedimiento queda entregado, en los hechos, a funcionarios diversos del juez; generando una doble degradación del sistema: por una parte, con resoluciones de escaso contenido técnico y sustantivo  y, por otra, con un manifiesto atentado contra la jurisdicción, entendida como una actividad esencialmente indelegable.

Puede seguirse construyendo el diagnóstico y las causas del problema. Igualmente, también pueden destinarse esfuerzos en diseñar soluciones por vía de control superior, de pérdida de eficacia de la resolución respectiva, así como otros mecanismos. Sin embargo, lo más importante a mi juicio es la inversión que debe hacerse en formación ética y sentido de responsabilidad. Dicho en otros términos, los jueces deben tener un altísimo y permanente sentido de la trascendencia de su labor, haciendo del discurso razonado, en todas sus manifestaciones posibles, una verdadera costumbre. No debe perderse de vista que la jurisprudencia no solo la conforman las resoluciones que marcan hitos en un proceso, sino que muchas otras que terminan perdiéndose en el fragor de una batalla judicial. Así debe entenderse desde la adecuada comprensión del concepto de debido proceso.


[1] Proyecto de Código Procesal Civil ingresado al Congreso el 16 de junio de 2009, boletín nº 6567-07. Se hace presente que a la fecha de la presente entrega, no ingresaba aún el nuevo proyecto de ley, que sustituye el actual proyecto por otro nuevo.
[2] Historia de la ley 19.696, disponible en: http://www.bcn.cl/histley/lfs/hdl-19696/HL19696.pdf (consulta, 22 de septiembre de 2011).